Líos de faldas

La historia de un hombre y una prenda adorada que busca salir del clóset, seguida por los testimonios de otros cuatro tipos que ya atravesaron esa experiencia.

POR Karim Ganem Maloof

Enero 27 2021
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© Gustavo Perdomo | El autor viste una túnica de lino de A New Cross. La pieza es una combinación entre el kimono y la túnica cerrada. Tiene una silueta amplia y unisex, con dos cruces yuxtapuestos que crean el efecto visual de una pieza inferior y otra superior.

 

Me emociona que las faldas se estén poniendo de moda entre los hombres. Dejaré a los antropólogos esclarecer las importantes consecuencias en materia de género y sociedad de esta tendencia, para referirme en cambio a sus ventajas más evidentes. Para empezar, la falda es una excelente mesa plegable. Cuando estaba en el colegio, solía mirar con envidia el picnic que las niñas organizaban entre sus piernas, desplegando un poco esos manteles que llevaban puestos. En ese práctico tendido disponían las chucherías de la merienda, y ahí caían las migajas de pasteles de pollo y deditos de queso, como si ese entrepiso les diera más decoro que inclinarse como hacíamos los niños, tal vez un poco ridículos al intentar que, a cada mordisco, las boronas cayeran al suelo y no en nuestros pantalones. Pero era un esfuerzo inútil: las niñas más audaces acababan la ceremonia parándose de golpe y sacudiendo la falda como de hecho se haría con un mantel; las migajas salían despedidas al aire y aterrizaban en cualquier parte, incluidos los niños y nuestros asfixiantes pantalones de franela.

Así queda demostrado que la falda es un mobiliario versátil que promueve la higiene.

La segunda ventaja obvia de usar falda es garantizarnos una existencia más atlética. Como sabemos, muchos hombres andamos por la vida sin piernas ni pantorrillas, sustentados únicamente por la buena voluntad. Nuestra cintura se conecta con los pies por telepatía y no por músculos, secreto guardado por mucho tiempo en la encubridora anchura de los pantalones. Algún psicólogo podría adivinar que lo que no se exhibe en sociedad tampoco avergüenza en las alcobas, y en general no se acondiciona en los gimnasios. La vanidad tiene sus consecuencias benignas. La ausencia de faldas en nuestro guardarropa ha promovido la degeneración del cuerpo masculino, que cuelga del trapecio, apenas sostenido por la fuerza de los bíceps, viendo con horror el abismo que se abre de la cintura para abajo, territorio de faldas.

Tengo detractores de espíritu bélico. Preguntan, irónicos, si a un soldado se le puede ataviar con una coqueta falda. A esos críticos basta con mostrarles una foto de los regimientos escoceses al servicio del Imperio británico durante la Primera Guerra Mundial, los cuales, para no prescindir de sus tradicionales kilts, cambiaron el tartán de sus telas por el camuflado caqui. En las trincheras, entre el barro, la falda es más cómoda que los pantalones, se empapa menos y seca más rápido.

Habrá algún astuto que diga: “¡Momento! ¿Y los bolsillos?”. Las faldas no son incompatibles con ese dispositivo. Que se pueden agregar, se puede, pero en todo caso la objeción señala solo una desventaja aparente, porque las faldas tienen un tercer mérito: la levedad. Es por magnetismo que un bolsillo atrae un objeto. Si no están los primeros, no habrá necesidad de los segundos. Andaremos ligeros, despojados de instrumentos innecesarios con los que, presos de horror vacui, llenamos nuestros bolsillos.

La falda es además una trampa para los criminales masculinos. Hay al menos una película –pero de seguro hay otras que comparten la misma trama– en la que un malhechor de incógnito es descubierto luego de que el detective lanza una moneda al aire en medio del vagón de un metro y el mencionado malhechor, desconocedor de las reglas de etiqueta, hace manspreading y atrapa la moneda en su falda como en una red de mariposas. No recuerdo del todo por qué el protagonista implementa tal estrategia ni por qué abrir las piernas delata al ladrón. Imaginemos que es porque así el protagonista sabe que el portador de la falda es avaro, y todo avaro es un criminal en potencia. Y si no ha cometido un delito, es solo cuestión de tiempo que lo haga.

(También suele ignorarse que la falda es una herramienta pedagógica. Al leer el borrador de este texto, una amiga advirtió una errata, una “a” faltante. Me contó entonces que, cuando su madre le enseñó a escribir, le explicó que la A era la falda de una señora con una cintura muy estrechita.)

 Claro que cuando los vestidos y faldas estén totalmente incorporados al guardarropa masculino, los diseñadores se pondrán creativos y les añadirán mil aditamentos y faltriqueras, harán faldas que parecerán chalecos de campista o de cazacocodrilos. Lo bueno trae lo malo, como cada falda trae su bolso. Puedo anticipar nuestro futuro próximo: Bad Bunny sacará una colección de microfaldas para gánsteres deconstruidos. La abundancia de vestuario ambidiestro traerá discusiones enardecidas: ¿si las prendas pierden su género desaparecería el travestismo como categoría? Surgirán esperpentos emparentados con la moda emo de principios de este siglo: las skinny skirts en las que veremos enfundados a adolescentes y jóvenes tardíos, cubiertos de tatuajes, impidiendo la movilidad de sus piernas pero activando sus glándulas lagrimales. Habrá doctrinas en pro de la belleza de las piernas delgadas y velludas, luego de que la mercadotecnia nos quiera forzar a ir al gimnasio, tomar suplementos proteínicos y depilarnos.

Por eso este panegírico no busca ser iconoclasta sino ortodoxo. Lo mío es la toga romana, el vestido africano, la túnica árabe. Para la muestra un botón:

Mi primer vestido fue un regalo de despedida. Ahmed me lo dio en una fiesta que organizaron mis amigos, dos días antes de que yo abandonara El Cairo. Para el momento en que me entregó la túnica blanca, doblada y empacada en plástico, la concurrencia estaba borracha y el pedido fue unánime; a los dos minutos regresé a la sala precedido por el frufrú de mis faldas que levantaban polvo y avisaban que la túnica me quedaba larga. El alto Ahmed debió tomarse a sí mismo de referencia para calcular mi talla, y me sumó cinco centímetros –lo que de alguna manera me halagó en la misma medida en que me hubiera ofendido que me los restara–.

Lo digo sin vanidad: me veía hermoso. Los asistentes estuvieron de acuerdo. Me daban cuerda, jalaban el hilo de mi euforia, y me puse a bailar dando trompos con aquel vestido toda la noche, como los derviches que había visto algunos meses atrás, pero impulsado por una embriaguez más etílica que mística.

 Aquel regalo confirmaba que Ahmed tenía buen oído. Hacía unos meses, cuando lo visitaba en su pueblo, una comunidad nubia al sur de Egipto, le había dicho lo mucho que me gustaba ver a todos los hombres vistiendo ghalabiyas, esas aireadas túnicas en su mayoría blancas o de suaves colores frescos al sol. Él y sus paisanos parecían espigas negras envueltas en algodón: se mecían con una cadencia elegante al ritmo del viento del Nilo, mientras yo arrastraba el inmóvil cansancio del viaje en mis jeans.

© Gustavo Perdomo | Aquí lleva una falda Comme des Garçons.

 

De vuelta en Bogotá, emocionado, lo primero que hice fue mandarle a coger el dobladillo a mi nueva prenda para quitarle los cinco centímetros de halago. Y lo segundo que hice fue encerrarla en el clóset. Me obligaba el pudor. Por aquellos días, las faldas de un hombre que no fuera seminarista remolcaban demasiadas miradas, cosa que me pareció inmodesta.

Verán, en el Egipto en que me regalaron mi ghalabiya, los largos faldones obedecen a un propósito ventilatorio: son un excelente sistema de refrigeración en un lugar donde el recato prohíbe mostrar las piernas de hombres y mujeres. En cualquier guía turística tipo Lonely Planet se encontrarán con esa sugerencia: no use shorts ni otras prendas cortas en Egipto. Van contra el decoro.

En tal sentido, Bogotá se parece a ese país musulmán. El viejo recato católico (fruto de la misma simiente que dio origen al islámico) y un frío pasado montañero han hecho muy complicado para los habitantes locales aceptar el clima caluroso en que viven actualmente. Siguen empecinados en usar trajes de tres piezas, abrigos, chaquetas y sobretodos, como un ejercicio de la imaginación inspirado en la nostalgia. Debajo de toda esa indumentaria, sus cuerpos, más fieles a la realidad que sus mentes, sudan bajo el tibio sol bogotano.

Pero hoy vuelven a estar de moda las faldas, como lo estuvieron en un principio y debieron permanecer por los siglos de los siglos. Y mi ghalabiya, que esperó años para salir del clóset, se desdobla feliz de poder estirar las faldas y estar por fin encima de su hombre. 

 

© Gustavo Perdomo 

 

Miembro del pueblo misak del Cauca, Didier Chirimuskay es colaborador de la Consejería de Comunicaciones y Derechos Humanos de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y docente de la maestría en Comunicación y Educación en la Cultura de la Corporación Universitaria Minuto de Dios. Actualmente se desempeña como comunicador social indígena en la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), donde despliega su experiencia como periodista e investigador en medios radiales e impresos. Pese a que gran parte de su vida actual transcurre en Bogotá, Didier viste cotidianamente la indumentaria tradicional misak, constituida por una faldilla de paño azul sujeta por un cinturón tejido llamado chumbe y una ruana angosta denominada turí. En esta foto viste además una bufanda tejida por una de las mujeres de su comunidad, como contrapropuesta a la excesiva importación de esas prendas manufacturadas en Ecuador.

 

© Gabriel Gómez

 

Fue en la tienda de A New Cross que Santiago Cruz vio esta falda. La usó durante su último concierto, el 7 de marzo de 2020 en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán, Bogotá, pocos días antes de que el país entrara en cuarentena obligatoria por la emergencia sanitaria suscitada por el covid-19. Además del simple gusto despertado por la prenda, Cruz encuentra en ella una manera de conciliar las polaridades de su personalidad, una manera de recobrar el equilibrio de los aspectos femeninos y masculinos que son tan comúnmente separados de tajo en las sociedades latinoamericanas, usualmente en detrimento de las mujeres y de la feminidad en los hombres. Santiago es compositor y cantante, y actualmente trabaja en su octavo álbum de estudio. Ha sido nominado en cuatro ocasiones al Grammy Latino y es embajador de buena voluntad en el marco de los Objetivos de Desarrollo Sostenible del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

© Gustavo Perdomo 

 

Director creativo de la firma A New Cross, Nicolás Rivero entiende la ropa como la arquitectura más pequeña que habitamos, una primera capa de resguardo que además comunica un mensaje. Rivero tiende puentes entre el diseño artesanal y el contemporáneo abriendo espacios de cocreación con artesanos tradicionales. Su intención es crear piezas novedosas que puedan ser usadas de forma cotidiana, y cuya rareza pueda incluso pasar desapercibida hasta que son examinadas con minucia. Rivero se cuestiona qué es lo que puede o debe vestir cada género, y por ello el vestuario unisex ha sido la constante en los diez años de existencia de A New Cross. En ese punto medio está la falda que viste en estas fotos: una pieza en lino, asimétrica y oversized, con cinturón de ajuste tipo kimono, que en su parte inferior simula las botas de un pantalón.  Como calzado, lleva unas botas de cuero blanco, de Carol Christian Poell.

 

© Gustavo Perdomo 

 

Nació en Suecia y lleva casi dos décadas en un ir y venir entre Colombia y ese país. Daniel Nyström es un artista multidisciplinario que combina en su quehacer artes plásticas, diseño y arquitectura. Su práctica trata de afianzar un terreno común entre su origen nórdico y las tradiciones artesanales colombianas. Desde muy pequeño se hizo consciente de la importancia de la vestimenta como forma de membresía a un grupo. Usa esa sensibilidad para camuflarse o destacar alternativamente. Como empresario, sabe encajar en una reunión de negocios, pero también disfruta de ser un provocador. Sin embargo, su relación con la vestimenta pasa por la diversión y el placer propios, no por la caricaturización. En esta foto lleva un sombrero y un suéter de croché elaborados por él mismo, un anillo de porcelana Alex Garnett, zapatos Docksa, una chaqueta Mio Mio, un bastón artesanal y una falda de Olga Piedrahita.

 

ACERCA DEL AUTOR


Karim Ganem Maloof

Fue editor en jefe de El Malpensante. Sus textos han aparecido en medios de Colombia, España y Estados Unidos. En 2020 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de humor por “El cordero crudo de El Vegano Arrepentido”, publicado en esta revista. Tiene una columna mensual en El Espectador, llamada “Calor residual”, dedicada a asuntos del paladar.